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La Entrada final- cuento

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Me dijeron que ese era el camino. Pasé muchos días recorriendo montañas, valles, crucé dos ríos y una cordillera desértica; donde lo único visible fueron restos de casas de adobe, algunos molinos de viento destruidos y autos chatarra semi cubiertos por arena. Finalmente llegué, desmonté la mochila a mi espalda, me descalcé las botas un momento y me acerqué a mirarla. Sonreí. Había llegado. Me encontraba yo justo enfrente de las puertas del paraíso, una gran entrada sin duda; una bella puerta claro. Toqué con los nudillos, con el puño, con los dos. Busqué el  picaporte, el ojo de la cerradura o la chapa, pero no la vi. Tampoco un timbre o un interfono. Parecía que no había forma de entrar. Quizá la puerta se cerraba por dentro. Empujé con esperanzas de que cediera, pero nada. Pensé que a lo mejor podría ser una puerta corrediza y volví a hacer intentos, pero la puerta pareció no inmutarse. Pensé en treparme, pero las paredes parecían llegar al cielo y la puerta era completamente lisa. Volví a empujar, esta vez con todas mis fuerzas. Recordé que en algunos relatos las entradas se traspasaban con letras mágicas o palabras en rima. Escribí en el polvo debajo de la puerta como quien busca un password. Dije trabalenguas, canciones, dichos de mi abuela, grité, en un punto de mi desesperación pateé la maldita puerta que ya para ese momento me pareció la entrada de un bunker, de una fortaleza. Todos mis esfuerzos fueron inútiles. Sudando tomé asiento en el piso. Quizá lo único que me quedaba era esperar a que alguien saliera para yo poderme colar, aunque eso era sencillamente disparatado, ¿quién quiere salir del paraíso? Me calcé las botas, me puse de pie y caminé hacia un extremo un par de kilómetros siguiendo el perímetro del muro, regresé y le di vueltas a algunas ideas en la cabeza. Me encontraba molesto. No me quedaba otra que esperar en la desolación… Tomé asiento en una piedra con esperanzas de que alguien con la llave o el pasword correcto se acercara para poder entrar con él. Bebí un sorbo del agua en mi cantimplora, no me quedaba mucha, al igual que la comida. Giré la cabeza de un lado, de otro, nada, excepto aquella gran puerta sin número flanqueando el camino. La entrada final.

-Alberto Roblest