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Un día, un otro cuento

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Despertó con un terrible dolor de cabeza y mucha sed. Encendió la luz y mascó el mal sabor de bocagorrosantas5 que se le atragantó en la garganta como un pescado muerto. Se cogió la cabeza con ambas manos y hasta entonces esta dejó de girar. Se talló los ojos y bostezó. La resaca lo trajo a la realidad. Se quitó las cobijas. Grande fue su sorpresa al descubrirse con un enorme estómago, unas piernas robustas cubiertas de vello, unas grandes manos con las que se impulsó y de un salto estuvo de pie aterrorizado.

Corrió al espejo. Una barba blanca le cubría la mitad de las mejillas y crecía hasta la altura del cuello. Se cogió los pelos y tiró de ellos, se dolió, no eran falsos; ni la barba, ni la abundante cabellera rizada, ni tampoco el estómago y las tres tallas que había aumentado. No daba crédito a la transformación. No alcanzaba a comprender cómo es que aquello había sucedido, o si se trataba de una maldición, un mal sueño o algo peor… Quizá se había despertado en otro cuerpo. Es más, aunque lo veía en el espejo no podía creer que aquel hombretón fuera él. Tampoco creía en la reencarnación, en la brujería, el vudú y mucho menos en el trasplante de personalidad. Quizá una alucinación producto de los tantos años de abuso de alcohol.

Era evidente que aquello era más que un mal despertar, peor aún sin duda que en otras ocasiones, donde al abrir los ojos se había encontrado en la cárcel, en un tiradero de basura semidesnudo, en un hospital con la nariz rota, o en cama con una mujer a la que ni reconocía. Trato de hacer memoria. Se recordaba a sí mismo bebiendo en un bar con un tipo que le contaba de una leyenda antigua, y de como él podía leer el futuro y cambiar el destino. Pero hasta ahí, no recordaba nada más. A últimas fechas padecía de unas terribles lagunas mentales. Fue a la cocina con la intención de matizar la sed. Abrió el refrigerador en busca de una cerveza. Nada. Panecillos dulces, contenedores de comida chatarra, hotdogs, meatballs, almendras, cacahuates, azúcar, harinas, mermeladas. Azotó la puerta con asco y molestia. Si era un mal sueño, esperaba despertar pronto, pues se estaba poniendo de muy mal humor. Buscó en las gavetas con esperanzas de encontrar alguna bebida etílica, alguna de las botellas que guardaba para los casos de emergencia. Nada. Pasta, latas, paquetes de comida para microwave. Sus ojos se detuvieron en el calendario y leyó: diciembre. ¡No podía ser! Vio un viejo periódico sobre una silla, lo tomó y buscó por el día. En efecto, diciembre. ¿Cómo es que había llegado de mayo a diciembre en una sola noche? ¡¿Y qué tal si en lugar de siete meses fuera un año, u otro tiempo?! Aquello lo cimbró de pies a cabeza. Se asomó por la ventana. Se quedó perplejo. ¿Cómo carajos es que estaban las aceras cubiertas de nieve en California? Quizá todo aquello era culpa del cambio climático. O quizá no estaba en California… No supo qué pensar. Sintió más que nunca la necesidad de un trago.

Fue a su escondite secreto en el clóset. Abrió la puerta corrediza y brincó para atrás de sorpresa. ¿Qué hacían todos aquellos ridículos trajes rojos colgados en ganchos uno detrás de otro? ¿Todas aquellas pesadas botas negras, idéntica todas, acomodadas perfectamente en orden en el zapatero? ¿Todos aquellos gorros con borla y ribetes blancos? Removió los cajones; calzoncillos perfectamente doblados, camisetas, pijamas, todo de color rojo o blanco, como los dos únicos colores del espectro. ¿Cómo había llegado a ser dueño de toda aquella ropa por demás llamativa? Tomó uno de los calzoncillos, lo desdobló y se sorprendió del tamaño. ¿Cómo había ganado tal cantidad de peso, cuando él no había pasado de la talla 28 por muchos años? Siguió buscando, ahora desesperadamente, la botella de wiski. ¿Cómo carajos había llegado a ser lo que era? Todos aquellos trajes rojos, seguramente alguna broma. ¿Cómo se suponía que iba a vestir aquella ridícula vestimenta, una de aquellas ridículas gorras infantiles? ¿Qué dirían sus amigos en la barra, sus cuates del tripe A? Era sencillamente imposible. Golpeó con los nudillos la pared, una, tres veces. La maldita botella había desaparecido. Quedó sentado en el piso y sintió un gran agotamiento. Hasta entonces recorrió el lugar con la mirada. Todo era de tamaño gigantesco, aunque de buena calidad; la silla, la cama, los sillones, la gran pantalla plana. El dolor de cabeza y la sed lo regresaron a la realidad. Volvió a los sucesos de la noche anterior, y no pudo encontrar una explicación lógica. El tipo aquel hablaba y hablaba; del destino, el cambio de suerte, el azar de las circunstancias, etcétera. Era sencillamente una sorpresa, una tomadura de pelo, algo difícil de entender; contenido solamente en alguno de esos sueños extraños, en uno de esos relatos mágicos de fin de año que al final nadie se explica.

 Alberto Roblest